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Toro

  • Foto del escritor: Elipsis Diseño y Maquetación
    Elipsis Diseño y Maquetación
  • 15 abr
  • 5 Min. de lectura

E r i c k G r a n a d o s S á n c h e z

Cuento







Con el canto de la navaja oxidada, Don Ignacio alisaba la última capa de papel maché. Infló el pecho al ver el toro pirotécnico irguiéndose entre la negrura de la noche, sobre la maleza marchita y los trozos de ladrillo rojo caídos del muro de su patio. El veintisiete de mayo había cumplido setenta y ocho años y, desde niño, por tradición familiar, se dedicó a la artesanía, fuegos artificiales, toros pirotécnicos y a la tienda de abarrotes que heredó de su padre.


Se giró hacia su casa llamado por el aroma del caldo y el chillido de la olla de presión, y caminó entre las cortinas que ocultaban la vitrina de trofeos polvosos. Sirvió un plato de caldo y se sentó a comer. Enderezó la espalda para ver la televisión y lo atravesó una punzada desde la cintura, le recorrió la pierna derecha y le entumeció los dedos del pie. Gimió apretando los ojos y se le escapó una lágrima.


El viejo durmió con la cara sobre el mantel, junto al plato vacío. Soñó que el rojo de la luz que traspasaba sus párpados se tornaba en un vacío: no era negro o gris, sino como si nunca hubiera tenido ojos. Pero sentía la humedad y el viento envolviendo su piel desnuda


Habitualmente los artesanos decoraban los toros pirotécnicos con tonos brillantes o elementos distintivos de personajes de cine, televisión o animaciones, pero Don Ignacio no sabía si su cuerpo le permitiría fabricar algo el próximo año, así que haría su mejor trabajo: quería construir un toro hiperrealista que diera la impresión de que en cualquier momento bajaría de su base.


Al despertar comenzó la tarea de investigar las proporciones en libros de veterinaria y tomado fotografías en los ranchos cercanos. Construyó la estructura con madera, caña y alambres. Amplificó las medidas a modo que tuviera cuatro metros de altura. Tiñó algunas telas de rosa grisáceo, les insertó hilos negros y las pegó sobre papel maché. Modeló los músculos y cuernos revistiendo la estructura con periódicos viejos pegados con engrudo e instaló soportes para fuegos pirotécnicos, asideros a los lados y ruedas en la base.


Las estrellas desaparecieron del firmamento y sus tinieblas se colorearon de morado y rojo. Mientras los pájaros gorjeaban entre el humo de los escapes, y sobre los árboles que bordeaban la calle, Don Ignacio caminó hacia el muro resquebrajado al otro lado d terminado. Lo encontró imponente, indistinguible de uno real. Al verlo, una lágrima escurrió desde su mejilla morena y arrugada hasta la comisura de sus labios sonrientes.


El viejo cerró los ojos y cayó boca arriba sobre la maleza. La espalda ya no le dolía. Volvió a él la visión del vacío. Era consciente de que estaba de pie, pero se sentía paralizado. Quería entrar a su casa y descansar, pero sus piernas no respondían. Pensó que podría echarse al suelo y arrastrarse. Pero no logró caer.


Escuchó las sirenas y coches estacionándose frente a su patio. El sol le deslumbró los ojos. Pasó de ver solo una luz cegadora a distinguir colores y siluetas. Se reconoció a sí mismo en una camilla, cargado por paramédicos que lo subían a una ambulancia.


Durante dos días, vio a su hijo Judas y a los amigos de éste llorar sobre su ataúd. Intentó gritar hasta el cansancio:


—¡Sigo vivo! ¡Aún estoy vivo! ¡Escúchenme! ¡Estoy adentro del toro!—. Pero no logró emitir ningún sonido.



*****



Judas y los tres empleados de la tienda de Don Ignacio debatieron después del funeral.


—¿Que debería hacer con el toro? Ya mañana es el recorrido y la quema. Quisiera conservarlo como recuerdo de mi papá. No hubo, ni habrá un toro como este.


—Es como si en cualquier momento fuera a moverse y pastar toda esta maleza. Pero deberías pensarlo dos veces, la voluntad de tu padre era quemarlo. Incluso montó cohetes en los soportes —replicó uno de los empleados.


—Al final es tu decisión, pero no sé qué tanto tiempo puedas conservarlo. No va a entrar bajo ningún techo. ¿Cuánto crees que aguantará con la lluvia y los rayos del sol? —dijo otro.


—Y tú no tienes la habilidad de tu padre, ni el tiempo para restaurarlo y darle mantenimiento.


—Creo que la mejor opción es quemarlo —decidió Judas.


Don Ignacio se retorcía y gritaba despavorido. Su pecho se oprimía, y su cabeza nublada no dejaba de punzar. Durante el tiempo que pasó dentro del toro, el sol le había quemado la cabeza y el lomo, y el frío de la noche calaba cada músculo uno de sus músculos y el papel maché. El viejo no pudo hacer nad. A este lo quemarían vivo.


Logró moverse centímetros, pero cayó en cuenta de que de nada serviría agotarse si aún era prisionero entre los muros de su patio.


—¿Vieron eso? —preguntó uno de los empleados.


—Si. El terreno está inclinado —contestó Judas y atoró un tabique roto frente a cada rueda.


A la mañana siguiente los empleados abrieron el portón. Se escucharon redobles de tarolas, fanfarria, silbidos y vitoreos acercándose. Pasaron dos toros pirotécnicos frente a la casa de Don Ignacio: el primero, rojo, de seis metros de largo y dos de alto, con bigotes amarillos, abría las fauces revelando colmillos afilados y una lengua bífida; la panza y la cola eran alargadas y cubiertas de escamas. El segundo toro traslucía la luz de focos en su interior a través del recubrimiento de papelpeado a la estructura de alambrón, asemejándose a un farolillo.


Judas y los empleados empujaron el toro de Don Ignacio a la calle aprovechando un hueco entre la gente. El público estalló en vítores y los atónitos murmuraban que pareciera disecado.


El viejo forcejeó. Vivía a seis cuadras del baldío donde quemaban los toros, y después de atravesar dos cuadras Judas y los empleados jadeaban y empujaban cada vez más lento.


—Creo que mi papá exageró un poco con el tamaño. Nunca me había pesado tanto uno de sus toros.


Entre respiraciones agitadas, los empleados replicaron:


—Tu padre ya había hecho esculturas así de grandes, pero nunca tan pesadas. En especial porque él aún las empujaba.


—Más bien, las ruedas deben estar oxidadas. Mira, no están girando bien.


Judas y los empleados se agitaban cada vez más y empujaban cada vez menos, rezagando todo el recorrido. Cuatro personas espectadores se unieron a ellos y los ayudaron a empujar.


Cuando Judas y los empleados formaron al toro sobre la terracería junto a la iglesia, el sol ya se ocultaba tras el horizonte. El viento frío sacudía las farolas rodeadas de polillas y las lonas de los puestos de cerveza; agitaba la maya ciclónica que cercaba el baldío, llenando las bebidas con la tierra que levantaba.


El sacerdote salió por la puerta trasera de la iglesia, con un hisopo en una mano y un acetre en la otra. Mientras rezaba, salpicaba al primer toro con agua bendita.


Al terminar la oración del cura, llevaron al primer toro al centro del baldío, encendieron los fuegos artificiales entre la muchedumbre y corrieron con él de un lado a otro del terreno. La multitud esquivaba las embestidas del toro y vitoreaba, mientras cohetes volaban entre la gente dejándoles quemaduras y moretones.


El sacerdote bendijo a toro de Don Ignacio cuando quemaban el segundo toro. El viejo aprovechó la cercanía para llamar su atención, emitió gritos ahogados a través del papel maché. Al escucharlo, el cura elevó su oración, y elevó sus plegaias contra los demonios torturados por el agua bendita.


Judas encendió la pirotecnia del viejo. Mientras se quemaba, al toro se le cayó el maxilar de papel maché, liberando los gritos de agonía, que resonaron sobre las risas, los vitoreos y la música.

 
 
 

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